Hablar de la muerte en una reunión cualquiera sigue siendo un tema inoportuno, tal vez por los duelos que esta evoca. La muerte todavía no se celebra, más bien se llora y, en muchos casos, se dramatiza. La muerte todavía no es concebida como la puerta de acceso a la paz oceánica que un día nos encuentra. En realidad, la muerte nos conduce a un cierto rictus de seriedad; sucede que cuando alguien habla de ella, no nos lleva precisamente a sonreír y, sin embargo, no deja de merecer una celebración el que alguien, conocido o desconocido, completa su “campaña de la vida” y se marche.
Quizás el sistema neural de supervivencia, que tanta energía moviliza en los momentos de peligro, ha conformado proyecciones de un “más allá” cargado de creencias diversas. A poco que indaguemos, descubriremos que cada ser humano tiene las creencias que necesita en su particular momento de la vida. De hecho, éstas cambian con cada etapa, con cada nueva información o tras determinadas vivencias. En este sentido, hay personas que creen en encarnaciones sucesivas tras la muerte, o bien en paraísos e infiernos más cortos o más largos, en los que de alguna forma uno sigue viviendo de forma gozosa o bien dolorosa.
Los ministros de las religiones han gestionado el más allá de la vida, validando méritos para entrar por una u otra de las dos grandes puertas: la que castiga o la que premia. Y, en realidad, la cultura religiosa que tanto han trabajado por refinar a la raza humana, lo que ha hecho también es asustarla. Se llega en muchos casos incluso a tratar de “comprar el cielo”, legando el dinero suficiente como para realizar interminables ritos que logren movilizar a la divina clemencia. El caso es que desde una perspectiva religiosa, parece que con la muerte no acaba la cosa. Y con ello se ha conseguido que las mentes de muchos moribundos se inquieten de una y mil formas: “¿Soy culpable?, ¿qué pasará con mis errores y pecados?, ¿enfrentaré un juicio de condena?, ¿cuál será mi próxima puerta?”.
En el estadio transpersonal se sonríe ante la muerte. A este respecto Nisargadatta dijo:
“Nací llorando y moriré riendo”
… Buena forma de bendecir a la muerte, suceda a la edad que suceda ésta. De la misma manera que damos la bienvenida a un bebé que ya nace con muerte anunciada, nos podemos preguntar: ¿No deberíamos celebrar también la partida cuando ésta llega?
En realidad, se puede afirmar que estamos tan ciegos que, en muchos casos, preferimos el sufrimiento a la muerte. Hacemos esta inconsciente elección cuando, por ejemplo, prolongamos artificialmente la vida de muchos mayores a los que no damos permiso para morir, porque todavía la muerte, para muchos, significa una tragedia. Con tales decisiones lo que estamos es alargando la muerte, cuando lo que supuestamente pretendíamos era alargar la vida.
¿Qué es el apego? ¿Qué intenso vínculo nos impide soltar a quien le llegó su hora? Sabemos que éste proviene de una condición neurológica diseñada para asegurar la supervivencia. Por otra parte, lo que parece que también dificulta el desapego es lo complicado que nos resulta el reorganizar nuestra vida sin esa persona. No obstante, para salir de nuestro yo dolorido, quizás ayude el hecho de ponernos en el lugar de quien ha partido o muerto, resonando con la paz de quien ya es el no–dos y el no–tiempo de una oceánica nada.
Nos preguntamos si tenemos las mismas programaciones neurológicas que aquellos monos que son capturados por no saber abrir su mano a tiempo y soltar el plátano. Conforme desplegamos el arte de vivir, comprendemos que el saber soltar y dejar ir es una de las capacidades más preciadas que el ser humano puede expresar a lo largo de su trayecto vital.
Nada sucede por casualidad, ni siquiera el accidente mortal acontecido a nuestro ser cercano, a quien llegó inesperadamente su hora. Nuestras mentes todavía asocian muerte con sufrimiento pero, aunque la muerte acontecida no puede evitarse, por el contrario el sufrimiento puede ser objeto de nuestra acción liberadora.
Maestro ¿cuál es el secreto de tu serenidad?
Cooperar incondicionalmente con lo inevitable
Sucede que tratamos de olvidar que somos finitos, que nacimos para algún día morir y que la muerte, por ser embajadora de una dimensión mayor, merece ser aceptada. Sin embargo, en muchos casos, la muerte tiende todavía a ser considerada como un fracaso para la clase médica. Aceptemos que ésta le suceda a quien le suceda y cuando le suceda, y trabajemos sobre ella para que ocurra sin miedo, sin dolor y sin drama. En realidad, la misma Inteligencia que nos trajo a la vida, un día nos devuelve a casa.
La muerte, por ser un asunto de origen transpersonal, es un episodio a bendecir y celebrar. Cuando esta pasa cerca, no tarda en evocar en nosotros el hecho de que, en cualquier momento, puede llegar nuestra hora. En realidad, cuando el río llega al mar, deja de ser río y vuelve a ser lo que siempre fue: agua. Fue agua cuando era océano. Seguía siendo agua cuando se evaporó y se condensó en nubes y gotas de lluvia. Y seguía siendo agua cuando nació el pequeño manantial que se convertiría en un río camino al mar. La “identidad–río” nació en el manantial, sin embargo, la “identidad–agua”, por el contrario, no nació: venía permanente en el “kit de origen”, porque con río o sin río, el agua ya era, es y será.
Por su parte, el ser humano es en esencia océano de infinitud y conciencia y, cuando un día nos “condensamos” como personas, entramos en la amnesia de la identidad esencial, creyéndonos ser tan solo personas con un nombre y un número de DNI determinados. Paradójicamente, el juego de la vida consiste en olvidar lo que realmente fuimos, somos y siempre seremos para, algún día, volver a recordar y reconocernos como océano de conciencia.
Lo mismo le pasó al anillo de oro que saliendo redondo del molde, de pronto se creyó ser tan sólo anillo y olvidó que era oro fundido en una circular forma. Un anillo que un día podría volver al crisol, y fundiéndose de nuevo, dejar de ser anillo. Sería entonces cuando, al volver a casa, este anillo recordaría lo que nunca dejó de ser: oro.
Al igual que el anillo, el ser humano conforme nace a la forma encarnada, se cree ser yo–persona. A partir de ahí recorre un camino de amnesia y, un día iniciático, descubre lo que siempre fue, es y será: aquello que nunca nació y que supone su identidad suprema: océano de infinitud y conciencia.
Por José María Doria
fuente:http://blog.escuelatranspersonal.com/